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Fuente: Sergio Larraín |
El baile de los que sobran, fue el baile de las mayorías marginadas,
aquellas que de vez en cuando eran traducidas en cifras, pero que jamás han
sido los artífices ni productores de su futuro. Los marginados más bien, se
constituyen en virtud de una férrea resistencia a los cánones de normalidad que
rige a la sociedad, en pugna, y por ello el problema como tal es mucho más
complejo del que nos presentan las instituciones de caridad y el Estado. Pues
no se trata simplemente de que el pobre es pobre porque quiere, sino que el
pobre es tal porque no existen los mecanismos de movilidad tan presente en los
discursos hegemónicos, ni las instituciones que funcionan de amortiguadores
para los que ‘caen en desgracias’, permiten dar cabida a otras formas de
habitar. En ese sentido, ¿de todas las cosas que usted posee, por ejemplo, su auto,
su casa, su ropa, e incluso el alimento, cuáles de ellas no han sido comprados
con el crédito? Sin el crédito, muchos estarían bajo la línea de la pobreza que
cuantifica esa realidad, intenta medirla, pero que en sí misma no es esa
realidad. Cabe destacar aquí, que el crédito como fórmula es más antiguo de lo
que se cree, es un símil de las relaciones de reciprocidad simbólica que han
compartido ciertas tribus a lo largo de la historia, que como tal se transforma
en un mecanismo para mantenerse conectados y que el intercambio de bienes sea
eficiente para el sistema en el que forman parte; un pueblo le da a otro lo que
no tiene, y viceversa, por un tiempo suficiente que les permita mantener el
ciclo vinculante. No obstante, en el capitalismo ese mecanismo –como muchos
otros- se radicalizan contribuyendo a la generación de lo absurdo. El deudor,
también marginal, vive amarrado a otra persona (que en las sociedades modernas
adquiere el apellido de “jurídicas”), y en donde la estructura política
garantiza que esa cadena no se rompa a través de sus aparatos de coerción.
El baile de los que sobran de los tan manoseados 80s, no solo fue una
canción popular por ese entonces, significó un himno para muchos jóvenes en las
poblaciones, jóvenes sin esperanzas, padres de los hoy llamados “delincuentes”.
Trasciende de esta forma a su época para llegar a la nuestra, en donde el
neoliberalismo como sistema se ha profundizado de una manera impensada,
incontrolada. Y cuando digo sistema no lo hago con un panfleto bajo el brazo,
lo digo en términos sociológicos, es decir, todos los elementos que conforman
la estructura política son necesarios para mantener en función las relaciones
que se producen bajo el neoliberalismo. Las partes hacen el todo, y para
mantener el organismo saludable esos elementos deben estar en completa armonía
con sus funciones. El problema es que los organismos se enferman, cumplen un
ciclo y deben pasar a mejor mundo. El neoliberalismo ya dejó de ser un modelo
económico, he ahí su gran dificultad, hoy permea la cultura y las diversas
racionalidades que intervienen en el espacio público del país, de ahí su
actitud se ve como desbordada; aquí se produce una paradoja también, pues en un
modelo que resalta y pone un constante énfasis en la privatización de la economía,
de la vida y el cuerpo, todo el debate público –de la cosa pública- gira en torno al individuo, se anula de esta
forma al sujeto y al colectivo. Un sujeto es tal cuando adquiere conciencia de
sí, desde donde puede transformar su naturaleza, su realidad, junto con otros
sujetos, desde donde se constituye la comunidad societaria. Es allí donde se
produce uno de los tantos conflictos en nuestra sociedad; por un lado, el
sistema que adquiere vida propia necesita de la anulación del sujeto para
mantenerse “sano”, pero por otro lado, esa función atenta contra una de las
tendencias naturales del ser humano, que es su propensión a agruparse, a formar
tribus, a generar comunidad. “El hombre es social por naturaleza”, nos decía el
viejo Marx, y no se equivocaba. Cuando este sistema buscó desmembrar el antiguo
orden, desarmando todo órgano intermedio que participaba en la cosa pública, generó
un grave problema al creer que ese órgano intermedio serían los partidos
políticos; cercenaron los sindicatos, las juntas de vecinos, la iglesia eliminó
las comunidades de base, las federaciones y los Centros de Alumnos eran
elegidas a dedo. El sujeto-colectivo se
transformó en el individuo-cliente, para él todo se taza y tranza, se piensa en
números y la racionalidad se traduce en una constante competitividad (aunque no
se sepa para qué, ni con quién), y para competir se necesita creer que se
avanza, aunque sea en una rueda de hámster.
Transformar eso requiere cuestionarse el conjunto del sistema, no una
parte de ella, pues eso nos llevaría a darle una aspirina al enfermo, pero en
ningún motivo darle de alta y sacarlo sano del Hospital, o la clínica –según
sea el lector–.
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